miércoles, 7 de enero de 2009

camisas blancas, corbatas negras.

No sabíamos adónde íbamos. Tampoco de dónde veníamos. Todo era banal, éramos la trivialidad máxima, ni tan sólo nuestras dudas existenciales gozaban de esa autenticidad que se suele asociar a los pensamientos más íntimos de uno.
Vestíamos chalecos verdes, camisas blancas, corbatas negras. Nuestros pantalones tenían siempre la raya marcada y los cordones de nuestros zapatos estaban algo deshilachados, viejos, pero sin llegar a ser mediocres.




Escuchábamos la música que la emisora nos dictaba, y nos comprábamos el coche que nuestro vecino tenía, aunque para ello tuviéramos que empeñar nuestra casa, nuestra vida, nuestras esposas, nuestros brazos.
No teníamos grandes aspiraciones, ni un pasado heroico. No habíamos batido ningún récord, nunca habíamos salido en televisión y nuestro nombre no se encontraba en las librerías, ni siquiera en la sección de prensa amarilla del kiosco.
De vez en cuando creíamos que podíamos hacer algo en la vida. Nos arremangábamos y salíamos a la calle con paso decidido, silbando y mirando con compasión y condescendencia a nuestros iguales. Hoy será diferente, hoy voy a cambiar.
Nuestro futuro era tan prometedor… pero llegábamos al trabajo, nos encerrábamos en un cubículo gris de dos por dos y nuestra decisión decaía minuto a minuto, fax a fax, sello a sello. Era la hora del almuerzo y salíamos todos al paso, alcanzábamos el trote para cruzar el semáforo en ámbar y terminábamos en un establecimiento de comida rápida, estacionados en mesas de plástico para una persona, desempaquetando una hamburguesa mientras leíamos la prensa para sentir que no éramos los únicos tristes del mundo.
Al llegar a casa, el correo banal, la televisión absurda de la que todos despotricábamos pero todos tragábamos, la cena con los hijos, a veces con hastío, a veces con cierta curiosidad, un metesaca para sentir que al menos teníamos vida sexual y pastillita para dormir y olvidarse de todo hasta el día siguiente.
Los perros ladraban igual en la calle, y la gente del autobús tenía la misma cara de hastío por la mañana. Así que pese a que lo intentábamos, la lucha estaba perdida antes de disputarla.
Este cuento debería terminar con un final feliz. Con un “y entonces llegaste tú, llenaste las calles de primavera y los corazones de amor, encendiste el fuego en los hogares y surtiste de víveres las cocinas, de música las calles…”. Podría ser.
Podría haber un día que llegaras tú, llenases las calles de flores y amores y todo el mundo se regocijase con los suyos, destilando alegría y gozando el canto de los pájaros, pero tarde o temprano, tendrían que ir a trabajar, a su cubículo estático, recto, monótono, y el gris mordisquearía trocito a trocito cada pétalo de las flores que habrías traído, y a eso de las cinco de la tarde, cuando se acercara la hora de salir, sentiríamos la misma punzada de hambre post-super cheeseburguer, y miraríamos el reloj y serían las cinco y cinco, y pensaríamos en llegar a casa, tomar algo para el dolor de cabeza y tumbarnos en el sofá a descansar del largo día.
Y al llegar, apagaríamos la lumbre del salón porque haría calor, diríamos a los niños que hasta que terminasen los deberes no podrían salir de la habitación y dejaríamos el metesaca para mañana, que parece que me resfrié.
Aunque nos levantásemos y la calle fuera un parterre de margaritas, el cubículo gris podría con ellas.

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