El diablo seguía susurrando en el viento; enroscándose a mi alrededor, en forma de serpiente, mientras dormía.
–No seas cobarde –dije–, y no me temas. No deseo hacerte daño. Es más: deseo que me acompañes. Puedes seguirme, si quieres.
–Tú no tienes opción de esconderte –respondió su voz–. Porque no hay resguardo posible en el desierto. Por eso te jactas arrogantemente de tu coraje y pretendes menospreciarme. Pero, ¿qué harías si tuvieras alguna guarida donde pudieras resguardarte?
–¿Crees que nadie puede esconderse eternamente? Ninguna guarida es permanente, salvo la inmensidad. Abandona tus disfraces y sígueme, o desaparece por siempre.
El viento se alzó formando una espiral violenta y ruidosa, arrebatando arena e insectos, y se desvaneció en un soplo desairado hacia los confines del desierto.
Bajo el radiante sol, el Ave Milagrosa volaba en círculo. La miré unos instantes, pero no dije nada. Pasé allí la noche.
–¿Cuándo crees que llegarás?
–No lo sé.
Me despertó una caravana de nómadas. No eran habitantes del desierto. El desierto no tiene habitantes. Si alguien establece un emplazamiento, no es en el desierto; en todo caso, en un oasis, y tampoco se queda nadie por mucho tiempo.
Sus ojos tenían todos un resplandor misterioso y desafiante. Inocente como un niño y peligroso como una serpiente. Sonreí.
–¿Adónde te diriges? –preguntó uno de ellos.
–Allí -señalé con la barbilla la vastedad que se abría ante mí.
Intentaron sonreír pero en lugar de ello permanecieron unos segundos observándome en silencio.
–¿Allí? ¿Que hay allí?
–Mi destino.
Rieron.
–Lo que te estamos preguntando es cuál es tu destino, chico.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Doscientos años en el desierto dan tiempo a conocerlo bastante bien. Más que bien, diría. Uno puede aprender muchas cosas que nadie esperaría que pudieran saberse sobre el desierto y sus fronteras. Pero claro, poca gente pasa doscientos años en el desierto como para esperar lo que ignoran que existe. Porque más allá de la crudeza y la aridez, hay vida en el desierto. Aunque sean nómadas, de tres días y cuatro noches, o de doscientos años.
–En realidad no lo sé. Pero algo tiene que haber en esa dirección, ¿no?
–Por ahí se llega al mar –dijo uno.
–Sí, y no hay ninguna ciudad costera en esa dirección -añadió otro.
–Pareces avezado al desierto –repuso el que me preguntaba por mi destino–. Cuando llegues a la playa, eso cambiará si no tienes la suerte de cruzarte con alguien en tu camino. Quizá no sobrevivas al mar o a la orilla.
–Al fin y al cabo la orilla y el desierto se componen de arena. No creo que me cueste la vida aprender a leer las señales de la arena de la playa cuando sé leer las del desierto.
–¿Y si no encuentras el mar en esa dirección? ¿Y si encuentras una cordillera infranqueable? –insistió.
–El desierto no tiene habitantes. Las montañas sí. Ellos me enseñarán a cruzar la cordillera porque, si me permites que ponga en duda tus palabras, no hay cordillera infranqueable.
El destello de sus ojos relampagueó para apagarse. Suspiré.
–Ahora, con vuestro permiso, seguiré mi camino.
Y avancé bajo el ardoroso sol como estaba habituado a hacer. Los nómadas se alejaron siguiendo su dirección, y tras ellos una ventisca revoloteó silenciosamente.
«No seas cobarde», pensé.
–No seas cobarde –mascullé.
Por la noche, mientras el sueño venía a mí, recordé el sueño de la noche anterior.
–¿Cuándo llegarás?
–No lo sé.
No me preocupaba cuánto más tiempo había de pasar en el desierto, porque después de doscientos años sabía cuánto podía mediar desde mi posición hasta uno de sus confines y sabía que podía soportarlo. Me preocupaba cuánto tiempo fuera del desierto estaba perdiendo. Cada día era una pérdida.
–¿Cuánto tiempo más vas a perder? –pregunté.
Eso era lo que me preocupaba.
¿Por qué preocuparme tanto por ese tiempo?
–Te estamos preguntando cuál es tu destino, chico –había dicho el nómada de misteriosa mirada.
Para conseguir sobrevivir doscientos años en el desierto has de aprender muchísimas cosas, pero también puedes llegar a olvidar otras cosas elementales, como por ejemplo, que a pesar de todos estos años, sigo siendo un chico joven.
–¿Cuántos días más de juventud vas a perder?
–Un día ocupado en ocultarte es un día perdido. Un día con un rumbo certero no se pierde, ni en el desierto ni en ninguna otra parte, sea de juventud, de infancia, de madurez, o de vejez.
A la mañana siguiente, reemprendí mi camino. Aquel día ya no supe siquiera del diablo. No sopló el viento, ni las serpientes se aceraban a mí, ni se ocultó entre una compañía de nómadas.
Tampoco había vuelto a saber nada del Ave Milagrosa desde la última vez.
Cuando cayó la noche, en mi sueño el diablo me siguió y el Ave Milagrosa estaba posada en mi hombro.
–Te seguiremos sea cual sea tu destino –dijeron.
Sigue leyendo...
miércoles, 9 de diciembre de 2009
Suscribirse a:
Entradas (Atom)