miércoles, 28 de enero de 2009

secuestro.

Habla deprisa, sus cejas se alzan y caen repetidamente, parpadea rápido, cierra los ojos unos instantes y suspira, da una calada de café y un sorbo a su cigarro, volviendo a la carga, ora gesticulando, ora escondiendo la cara tras la palma de sus manos. Desabrocha su chaqueta, la vuelve a cerrar, juguetea con la cremallera. Se disculpa, me pregunta, ¿Qué tal tú?

No estés tan seria, mujer, y anularon un pedido en el último momento y me quedé sin dinero para pagar al otro proveedor.. pero sonríe un poco, niña, y ahora parece que yo soy el malo porque no quiero poner más pasta de mi bolsillo...
Detiene la mirada en mi media sonrisa. Yo no hablo. Le miro, se pone nervioso porque sabe que sé que se pondrá nervioso. Con un poco de imaginación y bastante mala leche podría encontrarse el parecido con un oso panda, debido a sus tremendas ojeras. Su mirada brilla, rojiza. Es el cloro de la piscina, miente.
Mientras de su boca salen sonidos que no llegan a procesarse en mi cerebro, me acuerdo de su mano en mi vientre desnudo hace mil noches. Su caricia furtiva antes de caer inevitablemente dormido.
Su barba de tres días me dejaría la piel irritada, pienso, podría volver cuando salga de trabajar y fingir que me lo encuentro de casualidad. Y eso, ya está, lo suficientemente breve para no agobiarte pero con el detalle necesario para que entiendas lo estresado que voy. Su parloteo se detiene, me mira. Yo callo. De nuevo sus nervios, deja entrever los dientes lisos y suaves, me acuerdo de su lengua, de sus brazos, de su pecho...
Suena el teléfono, y yo finjo que tengo algo que hacer. Perdona, era un cliente. ¿Qué te decía...? y suena su otro teléfono. Hago como que me interesan los cuadros que decoran las paredes, hago como que no me importa tenerlo al otro lado de la inmensa mesa, hago como que estoy tranquila y esto es una situación normal. Lleva la misma camiseta que tuve que esconder bajo mi cama, intuyo ese olor.
Traen otro café, devora otro cigarro. Creo un mapamundi con la borra de mi cortado mientras él sigue hablando. Pienso las ganas que tengo de besarle y en que cada día come aquí con su mujer. Me levanto para tratar de que caiga en la tentación, con la excusa de más azúcar. Relamo la cucharita mirando esas manos medio indecisas entre el paquete de tabaco y mi cuerpo alejado. Pienso en el pendiente que tiene en cierto lugar prohibido. En esa noche golpeándonos contra la puerta de latón del garaje. En el sabor agrio del alcohol al entrechocar las dentaduras.
Me tengo que ir... siento abandonarte siempre, pero tengo que seguir trabajando. Ya nos veremos, vale? Paga los dos cafés. Conversa un poco con el camarero y yo espero el momento de los besos. Mejilla, su barba raspa, por suerte no siento ese perfume que hace siglos me drogó. Me abraza demasiado poco, le beso demasiado húmedo. Sus labios se detienen un microsegundo junto a los míos, instante que aprovecho para coser su beso a mi beso, arrancarle las piernas con mis manos y hacer un nudo ciego con sus brazos alrededor de mi cintura.
Siguen llorando sus ojos y su cuerpo imantado al mío, aunque su otra parte ya se aleja calle arriba hacia la oficina.
Tengo a tu mitad de rehén, llama esta noche a mi puerta o no volverás a verte.

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domingo, 18 de enero de 2009

El Erudito

Otro domingo, hay sobre la mesa un conglomerado misceláneo de libros, papeles, y documentos. Tomo una hoja en blanco dispuesto a hacer cualquier cosa que no sea lo que tenía previsto. Tan pronto apoyo un brazo sobre la mesa, ésta se inclina hacia su pata coja. De nuevo la cuña que equilibraba el escritorio se ha perdido, y vete a saber dónde para.
Fingidamente importunado, descargando mi ira contra mi procrastinación sobre una simple cojera mobiliaria, cojo en un arrebato histriónicamente exagerado el primer papel que hay en la pila de borradores y me dispongo a doblarlo varias veces. Reparo en que es algo que escribí hace tiempo y no desperdicio la oportunidad de posponer el trabajo ante una excusa tan propicia como repasar un viejo texto. El título reza: "El erudito", y bajo él leo lo siguiente:

La primera vez que oyó hablar de él, el erudito lo tomó en seguida por un simple impostor. “No tendrá más recursos que decir cosas como: mira al cerezo cuando llora”, decía. Se sintió apenado cuando supo que su hermano, descarriado por el juego y la bebida, había acudido a visitar al Pequeño Sabio, para recibir de él consejo y medicina para los males de su alma. El erudito había tratado antaño de ayudarle con toda la envergadura de sus conocimientos, pero nada había funcionado. Poco después recibió una carta, rebosante de alegría, de su hermano: el famoso maestro lo había rescatado de la perdición. “¿Qué clase de milagros es capaz de realizar ese niño”, preguntaba el erudito en su réplica, “que una sola visita bastó para recuperarte?”. “No hace milagros....” explicó el hermano, “que yo sepa. Tan sólo me hizo una pregunta…”.
Largamente meditó el erudito sobre la pregunta que debió hacerle el Pequeño Sabio a su hermano. No quiso saberla, porque él, como erudito que era, había de ser capaz de averiguarla por sí mismo. Entre estas cavilaciones, supo que el Pequeño Sabio visitaría su ciudad. Esperó pacientemente y en ayuno, entregado en sus plegarias, durante tres días y tres noches, mientras otros ciudadanos formulaban sus peticiones al Pequeño Sabio, llegando al cuarto día su turno.
“Bendito seas, pequeño maestro”, dijo el erudito, ante el asentimiento del chiquillo. “Ha llegado a mis oídos el poder de tu sabiduría, con tanta claridad, que no puedo menos que tomarlo por cierto. He meditado durante toda mi vida acerca de las enseñanzas de Buda, y he leído a todos los grandes sabios. Pero considerando la magnitud de tu sabiduría a tu corta edad, temo reconocer que no he hallado el verdadero camino hacia ella. ¿Cuál es, Pequeño Sabio, el camino hacia la sabiduría?” El Pequeño Sabio guardó silencio, observando al erudito. “Muchos pueden señalarte ese camino, pero sólo tú puedes recorrerlo”. “Eso lo comprendo, maestro”, respondió el erudito. El niño sonrió. “Dirígete a la tienda de Singh. Él no sólo puede mostrarte el camino, sino que también puede venderte una guía hacia ese camino.”
Un rato después, el vendedor de espejos encontró al erudito mirando el letrero de su negocio, extrañado y desorientado. “¿Te manda el Pequeño Sabio, verdad?” Preguntó, sonriente, el comerciante. “Sí”, contestó con estupor el erudito. “No te inquietes”, dijo el vendedor. “Yo soy Singh”.

Qué tontería", pienso. Doblo el papel y lo coloco bajo la pata de la mesa. Sigue leyendo...

lunes, 12 de enero de 2009

desierto de loza.

Me marea verte acariciar las teclas de tu ordenador rosa, me imagino siendo la L y la S y sobre todo la A... Siento tus huellas dactilares golpeándome veloz, rozando las protuberancias en la F y la J cuando dudas antes de proseguir la frase.
Si tú me teclearas yo calentaría tus manos heladas, sin que tuvieras que pedir otro café.



Se nota que no te gusta. Cuando te detienes, lees lo que has escrito, lo guardas y miras a tu alrededor, sé que vas a pedir un café. El camarero te lo trae y tú lo utilizas sólo para calentarte las manos; sujetas la taza con ambas manos y aprietas la loza fuerte, para que el calor penetre más rápido en tu piel. Das pequeños sorbos para que no se note, pero yo veo el entrecejo contraerse cada vez que te manchas los labios con la espuma.
No podría darte tanta información como él, pero si tú me teclearas yo te contaría todo lo que sé, todo lo que he vivido y todo lo que quiero hacer. Hasta te contaría lo que sueño y lo que sueñas y lo que podríamos soñar.
No, no hagas eso. No puedo soportar cuando levantas la pierna y apoyando el talón en la silla, tu falda se escurre traviesa hacia tus nalgas, y se detiene justo ahí, justo para que yo me desmaye, justo para que nadie lo vea.
Cierras bien la cremallera de tus botas de piel y estiras las medias, apretando el lazo justo debajo de la rodilla.
Si tu quisieras teclearme, yo te besaría las medias, los lazos, la falda traviesa.
Te dejaría escribir en mi espalda, tatuarme versos en la planta de los pies o tejer historias con mi cabello, siempre que quisieras. Téjeme, tatúame. Tecléame hasta que todo mi cuerpo sea un moretón de cosquillas y deseo.
Ya reposan tres tazas en la mesita, todas casi llenas, todas frías. Te frotas una mano con la otra, las pones entre tus piernas para calentarlas, miras el gran reloj de pared y decides que es la hora. Empiezas a recoger.
Me acerco más y más al cristal, el frío me cala en los huesos, en la nariz, en la tráquea. Se me mete muy adentro mientras veo que pagas los cafés que no te has tomado y el camarero te guiña los dos ojos.
El frío me apuñala la espalda cuando abro la ventana y me asomo al balcón para verte caminar, asesinando el asfalto con tus tacones, siempre con la mano sujetando el bolso donde guardas tus historias, tu vida. Pasas debajo de mí hacia la parada del bus. Las manos en tus bolsillos, no encuentras la tarjeta, yo espero que mires hacia arriba, tengo una T10 en la mano, para lanzártela por la ventana y salvarte para siempre, como cada lunes. Y justo a tiempo, te subirás al autobús con la J y la F inquietas en tu bolso, sin mirar a mi balcón, sin tomarte los cafés y sin darte cuenta de que el camarero del bar ya te echa de menos.

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domingo, 11 de enero de 2009

Hoja blanca, amor

Hay sobre la mesa un conglomerado misceláneo de libros, papeles, y documentos. Tomo una hoja en blanco dispuesto a hacer cualquier cosa que no sea lo que tenía previsto. Tan pronto apoyo un brazo sobre la mesa, ésta se inclina hacia su pata coja. De nuevo la cuña que equilibraba el escritorio se ha perdido, y vete a saber dónde para.
Fingidamente importunado, descargando mi ira contra mi procrastinación sobre una simple cojera mobiliaria, cojo en un arrebato histriónicamente exagerado el primer papel que hay en la pila de borradores y me dispongo a doblarlo varias veces. Reparo en que es algo que escribí hace tiempo y no desperdicio la oportunidad de posponer el trabajo ante una excusa tan propicia como repasar un viejo texto. El título reza: "Hoja blanca, amor", y bajo él leo lo siguiente:

Ya no te quiero, ya no te quiero... repítolo cual mantra, cual lección en pizarra, repítolo, repítolo, porque es cierto. Tú lo eras todo para mí. Éramos Mahoma y la montaña, éramos la montaña y Mahoma, éramos Isabel y Fernando. Yo te montaba a ti, o tú me montabas a mí, ¿qué más da? Yo llegaba, con lo que fuera, y tú me recibías, ¿qué más da?, tú llegabas, y yo te recibía, con lo que fuera. Irónica vida, ahora llego, y me recibes. ¿O eres tú quién ha venido? Qué más da. Ya no tengo nada para ti. ¿Tienes algo para mí? Sí, ya lo sé: qué más da. Tienes razón, qué más da.
Al menos quisiera, como los avaros, guardar algo, como un tesoro, de lo que fuiste para mí (de lo que fui para ti), al menos quisiera que el recuerdo me reconfortara, pero mi vista es limitada y, ¿por qué será?, aunque me gire, sólo puedo ver lo que tengo delante, ah, irónica vida.
Es por eso que escribo estas líneas, por lo que fuiste, por lo que fuimos, ¿por lo que fui? También a ti te gustaban los juegos de palabras, ¿no es cierto? Ya no lo recuerdo, y aunque me dijeras que es cierto, ¿qué más da? Se me han agotado los versos, pero no la rima, irónica vida, irónica muerte. ¿Eo, estás ahí? No respondas, por favor: no respondas: qué más da.
Sí, te escribo estas líneas por lo que fuimos, ¿por lo que seremos?, qué más da. Sé que antes fuiste algo, fuiste alguien, manantial de eterna vida, agua de la esperanza, ¿te has agotado? Yo sí... Vamos, repite conmigo: qué más da. Si al menos mi cuervo viviera, para graznar conmigo estas palabras: nunca más. Irónica vida, irónica muerte, irónica y... puta, qué mal suena, pero, venga, ahora sí, repite conmigo, en voz alta, dilo, grítalo, canta:
Qué más da.
Nihilista, ¿yo? No. O espera, mejor, ¿qué más da? Hay versos entre líneas, y te los escribiría, pero...
Siempre hay entre líneas. Pero no es eso la vida; la vida sin ti, es la vida, siempre lo fue, salvo ese lapso, que yo, denomino: mi vida. Largo o corto, ¿qué más da?
No te buscaba, estaba, ¿y tú, por qué me buscabas? Siempre estuve aquí. ¿No? Ahora lo estoy. Y tú también. Ah, irónica vida, pero...
Sabor, estás en todo, estás el vaso, estás en mis labios, estás en mis dedos, estás en mi cuerpo, estás fuera de él, en mi memoria, en mis sentidos -¿tengo que enumerarlos? Te diré uno: gusto-, y ahora no queda nada, no, no quedamos ni tu ni yo, sólo queda de nosotros, lo que escribo ahora, y como puedes deducir, no lo hago ni por mí ni por ti, porque ya no somos, entonces, ¿por qué lo hago? Estribillo... pero no me puedo callar.
Seguiremos adelante, ¿no? Pregunta ociosa, de acuerdo. Pero no retórica. Si me quedara algo de retórica, ¿me acogerías? No, no respondas, ya sé la respuesta: es una pregunta, pero la mía, ésta, no era retórica, tampoco: ya te dije: no me queda. Se me acabaron los personajes, no somos ni tú ni yo, y él, sólo importó para ti, como vosotros, y como ellos. Se me acabaron las historias, porque sólo hubo una, pero no los juegos de palabras. Se me acabaron las emociones, sólo fue la que ya no es. ¿Me enseñarás a narrar en presente? En futuro tampoco funciona. De acuerdo, lo intentaré yo solo, al fin y al cabo...
Escribo... ¡escribo! Te relleno, ¿me lo dijiste, alguna vez? "Me gusta que me llenes" Tal vez fue un producto de mi imaginación. ¿Hay algo que no lo sea? Qué más da. Te lo repito, por si se te olvida, otra vez: qué más da.
Blanca, eras blanca, deberías llevar este nombre: Blanca, y no ése otro, horrible, nunca me gustó, tú lo aceptas, porque es tuyo, pero no, deshazte él, ya te lo dije otras veces: tal vez así tengamos algún presente. No te he nombrado, pero, ¿es necesario? ¿De verdad? Ya sabes la respuesta, es una pregunta.
Blanca, eras blanca, veteada de negro: y de rojo; en los mejores momentos, de rojo también. También de mi rojo, cuando éramos uno. Blanco, negro, y rojo. Los colores más pasionales, ¿no es así? A medianoche, nos encontramos. Ah, ya: qué más da. Ya ves, se me acabaron los versos, se me acabó la retórica, y los personajes, pero no la rima. Ah, irónica vida. La vida rima, la vida silba, la silva rima, la risa gira, hacia dónde: hacia adelante, donde siempre miran en aquel lugar. Los juegos de palabras tampoco se me acabaron: creo que habértelo dicho, y demostrado. ¿No lo recuerdas? Nunca estuvimos en aquel lugar: yo sí, pero tú no. Qué curioso, hubo vida además de ti. Pero, ¿me sirve? Grazna, cuervo, en mi imaginación, esas tres sílabas.
Alicante. ¡Ah! ¿Qué sí has estado? Está bien, pues otras tres: qué más da.
No te engrías, ¿no ves, qué palabra más fea? Yo ya no lo hago. No nos engriamos. Feísima. Sí, ya sé, hubo otros antes que yo, y los seguirá habiendo. También hubo otras antes que tú, y... ¿las seguirá habiendo? La respuesta es siempre la misma, una pregunta.
Lo acepto: es retórica. Lo acepto: si no fuéramos nosotros, esto no existiría. Lo acepto, pero...
Y no insistas más, te diré tu nombre, pero, ¿qué más da?
Es un nombre compuesto, de dos palabras.
Ya sabes, blanca, veteada de negro...
¡Confieso! Hay otra y os escribo a las dos, porque sois la misma, porque ambas valéis igual, porque ambas habéis muerto.
Pero me importa demasiado, ¿no te das cuenta, cuánto da? ¡¿No os dais cuenta?! Bah: qué más da... En realidad, no me importáis ninguna de las dos, por eso, os dejo, y me voy con mi música a otra parte... ¿Da, o no da? ¡Dadá!
Arte, desvelarte, arrullarte, arroparte, embelesarte, vetearte, ¡vete...! ¡No! ¡Ven! Empalagarte, embadurnarte, ¡besarte!, acaramelararte, susurrarte, cansarte, extasiarte, trabajarte, ganarte, pararte, matarte, abandonarte, curarte, recuperarte, amarte, terminarte.
Voy a ponerte un nombre, aquí arriba, en negrita, y lo demás... Una vez más, hasta el final, venga va, vamos allá, tres sílabas, o si lo prefieres, tres versos, tres besos, a la tercera va la vencida:
Qué
Más
Da
Eras una chica de piel blanca, de cabellos negros, de labios rojos. Eras un pedazo de... papel, pero yo te veteaba, ¿de negro? Tal vez, pero sobretodo de rojo, porque sólo se escribe con sangre, pero...

"Qué tontería", pienso. Doblo el papel y lo coloco bajo la pata de la mesa.

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miércoles, 7 de enero de 2009

camisas blancas, corbatas negras.

No sabíamos adónde íbamos. Tampoco de dónde veníamos. Todo era banal, éramos la trivialidad máxima, ni tan sólo nuestras dudas existenciales gozaban de esa autenticidad que se suele asociar a los pensamientos más íntimos de uno.
Vestíamos chalecos verdes, camisas blancas, corbatas negras. Nuestros pantalones tenían siempre la raya marcada y los cordones de nuestros zapatos estaban algo deshilachados, viejos, pero sin llegar a ser mediocres.




Escuchábamos la música que la emisora nos dictaba, y nos comprábamos el coche que nuestro vecino tenía, aunque para ello tuviéramos que empeñar nuestra casa, nuestra vida, nuestras esposas, nuestros brazos.
No teníamos grandes aspiraciones, ni un pasado heroico. No habíamos batido ningún récord, nunca habíamos salido en televisión y nuestro nombre no se encontraba en las librerías, ni siquiera en la sección de prensa amarilla del kiosco.
De vez en cuando creíamos que podíamos hacer algo en la vida. Nos arremangábamos y salíamos a la calle con paso decidido, silbando y mirando con compasión y condescendencia a nuestros iguales. Hoy será diferente, hoy voy a cambiar.
Nuestro futuro era tan prometedor… pero llegábamos al trabajo, nos encerrábamos en un cubículo gris de dos por dos y nuestra decisión decaía minuto a minuto, fax a fax, sello a sello. Era la hora del almuerzo y salíamos todos al paso, alcanzábamos el trote para cruzar el semáforo en ámbar y terminábamos en un establecimiento de comida rápida, estacionados en mesas de plástico para una persona, desempaquetando una hamburguesa mientras leíamos la prensa para sentir que no éramos los únicos tristes del mundo.
Al llegar a casa, el correo banal, la televisión absurda de la que todos despotricábamos pero todos tragábamos, la cena con los hijos, a veces con hastío, a veces con cierta curiosidad, un metesaca para sentir que al menos teníamos vida sexual y pastillita para dormir y olvidarse de todo hasta el día siguiente.
Los perros ladraban igual en la calle, y la gente del autobús tenía la misma cara de hastío por la mañana. Así que pese a que lo intentábamos, la lucha estaba perdida antes de disputarla.
Este cuento debería terminar con un final feliz. Con un “y entonces llegaste tú, llenaste las calles de primavera y los corazones de amor, encendiste el fuego en los hogares y surtiste de víveres las cocinas, de música las calles…”. Podría ser.
Podría haber un día que llegaras tú, llenases las calles de flores y amores y todo el mundo se regocijase con los suyos, destilando alegría y gozando el canto de los pájaros, pero tarde o temprano, tendrían que ir a trabajar, a su cubículo estático, recto, monótono, y el gris mordisquearía trocito a trocito cada pétalo de las flores que habrías traído, y a eso de las cinco de la tarde, cuando se acercara la hora de salir, sentiríamos la misma punzada de hambre post-super cheeseburguer, y miraríamos el reloj y serían las cinco y cinco, y pensaríamos en llegar a casa, tomar algo para el dolor de cabeza y tumbarnos en el sofá a descansar del largo día.
Y al llegar, apagaríamos la lumbre del salón porque haría calor, diríamos a los niños que hasta que terminasen los deberes no podrían salir de la habitación y dejaríamos el metesaca para mañana, que parece que me resfrié.
Aunque nos levantásemos y la calle fuera un parterre de margaritas, el cubículo gris podría con ellas.

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