sábado, 26 de septiembre de 2009

Narciso





- Hola. Me llamo Narciso y soy alcohólico.
- Hola, Narciso.



Narciso empezó a narrar su historia. Los asistentes se acomodaron en las sillas de plástico, dispuestos a hacer la digestión del rico almuerzo que habían compartido. Se suponía que tenía que ser del todo sincero, pues de eso se trataba, de desnudarse frente a sus iguales, asumir el problema y poder apoyarse los unos en los otros.
Aunque sabía cuál había sido el detonante de su problema, le costaba aceptarlo, no sabía por dónde empezar a contarlo. Dio algún rodeo en su más tierna infancia, se detuvo en la primera vez que vio el mar y finalmente, cuando no le quedaban excusas, empezó a contarlo.
Les explicó que su padre, Cefiso, era el cuidador del río. De pequeño le gustaba asomarse al agua para mirar los pececillos nadar en ella, pero su padre temía que se cayera al río, y siempre le contaba que había engullido personas que pasaban demasiado tiempo cerca de él.
Narciso solía temer lo que su padre le decía, pero no veía que el tranquilo riachuelo pudiera suponer un peligro. Siempre se acercaba a la orilla después de comer, cuando a su padre, en contra de su férrea voluntad de vigilante, le entraba el sueño y se quedaba transpuesto. Se tumbaba en la hierba y con el mentón apoyado en las manos, observaba durante esos minutos de paz el fondo del agua cristalina, las piedritas, los peces, el reflejo del sol.
Era una tarde especialmente calurosa cuando a Narciso le pasó algo extraño. Contemplaba, como siempre, el reflejo del sol en el agua, cuando de repente apareció un rostro de mujer en la superficie del agua. Narciso, sobresaltado, se dio la vuelta, pero detrás de sí no encontró a nadie.
Al volver a mirar al agua, ese rostro hermoso seguía reflejado en ella. Era entre una niña y una anciana, con el rostro tranquilo de la sabiduría y la frescura de una joven. Narciso no sabía de mujeres pero quedó embelesado.
Le habló, pero la enigmática mujer no respondía. Sólo repetía lo que él decía.
Narciso había oído hablar del eco, y resolvió llamarla así hasta que por fin le dijera su nombre.
Ansiaba ahora con más fuerza la hora del sueño de Cefiso para asomarse al río, y fingía que seguía contentándose con los pececillos, pero no se quedaba tranquilo hasta que aparecía de nuevo Eco.

Los asistentes a la reunión lo miraban con los ojos como platos. No podían creer que ese reflejo apareciera de la nada, y menos que fuera tan hermoso como él lo describía, pero lo escuchaban embelesados, esperando el desenlace que lo llevó a la bebida.
Y eso fue algo tan absurdo como la estupidez humana. Contaminación, calentamiento global, poco respeto por la naturaleza llevaron al río la desgracia. Se secó. Simplemente una tarde ya no se reflejaba nada en el río porque éste no existía. En su lugar, arena húmeda, fango, y una cola de pez naranja luchando por salir del lodo.
Desde ese día, busco su reflejo en el alcohol. Tengo la esperanza de ver a Eco algún día, en una pinta de cerveza, o en una copa de Brandy.
Sus compañeros intentan disimular el brillo de sus ojos. Alguno se pone nervioso, quizás le toque su turno, tener que desnudarse no le gusta a nadie. Pero Narciso se siente un poco mejor, aunque no puede evitar pensar que ya comieron, y se acerca la hora de la siesta, en la que suele ir a buscar a Eco por los bares de su barrio.

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