Irene ajusta la corbata a su marido y le da un beso en la mejilla. Huele, como siempre, a almizcle y vainilla, y viste un traje negro italiano. Mientras sale por la puerta, comprueba la batería del móvil y al entrar en el coche, enchufa el cargador. Al insertar la tarjeta en la ranura de contacto, se da cuenta de que se ha roto una uña. El impecable esmalte rojo está ahora cuarteado. Con un suspiro de resignación, mira el reloj. Llega veinte minutos tarde, no vendrá de cinco más. Busca una lija en el bolso, pero no la encuentra. Aprovecha para repasar los labios con el carmín intenso y se atusa el pelo teñido de rubio. Tampoco los llevo tan mal, los cuarenta, piensa. Abre la guantera a ver si dejó ahí el neceser de viaje, siempre lleva un kit de manicura de emergencia. Rebusca entre los mapas y las gafas de sol, el monedero de viaje y los protectores solares, y al fondo, detrás de una caja de toallitas húmedas que jamás han usado, encuentra un pequeño neceser verde. Ni me acordaba que cuando me cambié de coche lo había puesto aquí... lo abre sin muchas esperanzas, en aquella época ni siquiera se pintaba las uñas. Y efectivamente, dentro no hay más que un par de pulseras de semillas, flores secas y un muñeco de plástico. Algo se mueve entre las flores, ¡qué asco, un bicho! Y deja caer el neceser abierto en el asiento del copiloto. Una hormiga se encarama por el respaldo mientras el pitufo de plástico la observa con la mirada perdida. El pitufo pirata, con pata de palo y un loro en el hombro. ¡Mira, Ire, si nos indica el camino al paraíso! Javier pone el pitufo reluciente en el salpicadero de la Wolkswagen, sí que parece que les señale con su dedo estirado la dirección que deben tomar. Hace calor y son ocho en la furgoneta, pero la noche es joven y tienen vacaciones. Irene pega un mordisco a la naranja y escupe el trozo de piel a la carretera. Se recuesta en su asiento y reposa su cabeza en el pecho de Javier mientras los de atrás se ríen a carcajada limpia, quien sabe por qué. Las guitarras están amontonadas en la parte trasera, con los sacos de dormir y algunas mantas. Varias conversaciones se pierden entre las risas, Joan Baez les canta desde la radio y bajan todas las ventanillas para sentir la fuerza del viento en sus rostros. Javier mira fijamente cómo el jugo corre por la mejilla de Irene, le acerca su boca y lo sorbe haciendo ruido. Ella lo empuja riéndose y le pasa la naranja. El móvil vibra en el suelo, desenchufa el cargador y contesta. – Cariño, ¿recojo yo a Cynthia en la hípica hoy? Cierra la guantera y sacude el asiento del Audi. Sin saber muy bien por qué, guarda el muñeco en el bolso. Comprueba en el retrovisor si hay nuevas arrugas alrededor de sus ojos, mientras recuerda cómo terminó esa excursión a la playa, todos en comisaría por posesión de marihuana. Y conduciendo de noche, se horroriza, poniendo por fin en marcha el flamante coche. Mientras se dirige a la clínica, piensa en que quizás debería comprar chocolate o alguna revista, pero desiste, es ya demasiado tarde incluso siendo ella. Conduce demasiado deprisa, se gana más de un golpe de claxon. Cuando llega, el aparcamiento está lleno. Cada vez esto está más lleno, hay que ver, se dice mientras aparca en una plaza reservada para los médicos, sin importarle que alguien la tenga asignada. Sus tacones resuenan por los pasillos vacíos, blancos y asépticos. De repente se detiene frente a una puerta con una pequeña ventana. Se asoma y se queda mirando un buen rato. Dentro, Javier está sentado en la cama, con los ojos demasiado abiertos, observando un manojo de pelos que acaba de arrancar de su cabeza. Sus rizos negros y densos de antaño son ahora cabellos lacios y descoloridos en un cráneo medio desnudo. Coge un pelo, lo olisquea y se lo mete en la boca, masticando lentamente, mientras entona una suave melodía. Irene suspira, mira su reloj. Llegará tarde a la limpieza de cutis, pero no puede marcharse sin saludarlo. No es tanto por Javier sino por su conciencia, que si no lo hace la va a torturar hasta el siguiente mes, así que se arma de valor y da unos golpecitos en la madera, que resuenan en el silencio del pasillo. ¿Irene? ¿estás ahí? Siguen llamando a la puerta, insistentemente. Ella intenta abrir los ojos, pero parece que le hayan enganchado los párpados con cola. Intenta moverse pero no lo consigue, un olor dulzón invade su nariz y se incorpora de repente para aliviar sus náuseas. La cabeza le da vueltas, un dolor terrible sacude todos sus nervios, y tiene la boca agrietada por la sed. Sus amigos les avisaron, pero cuando se quedaron sin agua siguieron con las pastillas. Pues sí que dieron sed, joder. Tantea el suelo buscando una botella de algo, todo está muy oscuro. Su mano topa con un cuerpo blando y frío, pega un grito. Un ruido ensordecedor, mucha luz y una sirena de fondo. Irene sacude la cabeza, secando un proyecto de lágrima antes de que le estropee el maquillaje. Qué imbéciles, piensa, por reírnos de todo, pensando que jamás nos iba a ocurrir nada malo. Ahora se daba cuenta de que los de Di no a las drogas no eran unos cobardes a quienes daba miedo experimentar, como solían decir cuando se pegaban sus fiestas. Algo más había, estaba claro. Así nos quedamos, piensa, cuando vuelve a mirar por el cristal y se encuentra con la cara de Javier muy cerca, al otro lado de la ventanita. Tiene los ojos henchidos y la nariz más grande, media cabeza casi sin pelo y la piel amarillenta. Una sonrisa boba inunda su cara, mientras con un hilillo de voz dice “Ire..”. ¡Mira, mamá, mira! Cynthia pega saltitos alrededor de Irene, que no le da dos besos porque viene del centro de estética. La niña rubia ondea un folio en que figura la fecha del próximo espectáculo ecuestre. Cynthia, cielo, ahora me lo cuentas, mientras cenamos. Le da un beso a su marido y se dirige al dormitorio, donde vacía el bolso, lo cuelga en su sitio, y tras quitarse el pantalón y la camisa, se envuelve en su batín de seda morado. ¿Cariño?¿Estás ahí? El hombre entra y la observa con evidente admiración. La abraza fuerte y hunde su nariz en el pelo rubio para sentir mejor su perfume. Antes de salir por la puerta el marido se queda mirando fijamente la mesita de noche. ¿De dónde salió ese pitufo de goma?
Sigue leyendo...miércoles, 4 de febrero de 2009
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