domingo, 18 de enero de 2009

El Erudito

Otro domingo, hay sobre la mesa un conglomerado misceláneo de libros, papeles, y documentos. Tomo una hoja en blanco dispuesto a hacer cualquier cosa que no sea lo que tenía previsto. Tan pronto apoyo un brazo sobre la mesa, ésta se inclina hacia su pata coja. De nuevo la cuña que equilibraba el escritorio se ha perdido, y vete a saber dónde para.
Fingidamente importunado, descargando mi ira contra mi procrastinación sobre una simple cojera mobiliaria, cojo en un arrebato histriónicamente exagerado el primer papel que hay en la pila de borradores y me dispongo a doblarlo varias veces. Reparo en que es algo que escribí hace tiempo y no desperdicio la oportunidad de posponer el trabajo ante una excusa tan propicia como repasar un viejo texto. El título reza: "El erudito", y bajo él leo lo siguiente:

La primera vez que oyó hablar de él, el erudito lo tomó en seguida por un simple impostor. “No tendrá más recursos que decir cosas como: mira al cerezo cuando llora”, decía. Se sintió apenado cuando supo que su hermano, descarriado por el juego y la bebida, había acudido a visitar al Pequeño Sabio, para recibir de él consejo y medicina para los males de su alma. El erudito había tratado antaño de ayudarle con toda la envergadura de sus conocimientos, pero nada había funcionado. Poco después recibió una carta, rebosante de alegría, de su hermano: el famoso maestro lo había rescatado de la perdición. “¿Qué clase de milagros es capaz de realizar ese niño”, preguntaba el erudito en su réplica, “que una sola visita bastó para recuperarte?”. “No hace milagros....” explicó el hermano, “que yo sepa. Tan sólo me hizo una pregunta…”.
Largamente meditó el erudito sobre la pregunta que debió hacerle el Pequeño Sabio a su hermano. No quiso saberla, porque él, como erudito que era, había de ser capaz de averiguarla por sí mismo. Entre estas cavilaciones, supo que el Pequeño Sabio visitaría su ciudad. Esperó pacientemente y en ayuno, entregado en sus plegarias, durante tres días y tres noches, mientras otros ciudadanos formulaban sus peticiones al Pequeño Sabio, llegando al cuarto día su turno.
“Bendito seas, pequeño maestro”, dijo el erudito, ante el asentimiento del chiquillo. “Ha llegado a mis oídos el poder de tu sabiduría, con tanta claridad, que no puedo menos que tomarlo por cierto. He meditado durante toda mi vida acerca de las enseñanzas de Buda, y he leído a todos los grandes sabios. Pero considerando la magnitud de tu sabiduría a tu corta edad, temo reconocer que no he hallado el verdadero camino hacia ella. ¿Cuál es, Pequeño Sabio, el camino hacia la sabiduría?” El Pequeño Sabio guardó silencio, observando al erudito. “Muchos pueden señalarte ese camino, pero sólo tú puedes recorrerlo”. “Eso lo comprendo, maestro”, respondió el erudito. El niño sonrió. “Dirígete a la tienda de Singh. Él no sólo puede mostrarte el camino, sino que también puede venderte una guía hacia ese camino.”
Un rato después, el vendedor de espejos encontró al erudito mirando el letrero de su negocio, extrañado y desorientado. “¿Te manda el Pequeño Sabio, verdad?” Preguntó, sonriente, el comerciante. “Sí”, contestó con estupor el erudito. “No te inquietes”, dijo el vendedor. “Yo soy Singh”.

Qué tontería", pienso. Doblo el papel y lo coloco bajo la pata de la mesa.

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