miércoles, 9 de diciembre de 2009
Doscientos años en el desierto
–No seas cobarde –dije–, y no me temas. No deseo hacerte daño. Es más: deseo que me acompañes. Puedes seguirme, si quieres.
–Tú no tienes opción de esconderte –respondió su voz–. Porque no hay resguardo posible en el desierto. Por eso te jactas arrogantemente de tu coraje y pretendes menospreciarme. Pero, ¿qué harías si tuvieras alguna guarida donde pudieras resguardarte?
–¿Crees que nadie puede esconderse eternamente? Ninguna guarida es permanente, salvo la inmensidad. Abandona tus disfraces y sígueme, o desaparece por siempre.
El viento se alzó formando una espiral violenta y ruidosa, arrebatando arena e insectos, y se desvaneció en un soplo desairado hacia los confines del desierto.
Bajo el radiante sol, el Ave Milagrosa volaba en círculo. La miré unos instantes, pero no dije nada. Pasé allí la noche.
–¿Cuándo crees que llegarás?
–No lo sé.
Me despertó una caravana de nómadas. No eran habitantes del desierto. El desierto no tiene habitantes. Si alguien establece un emplazamiento, no es en el desierto; en todo caso, en un oasis, y tampoco se queda nadie por mucho tiempo.
Sus ojos tenían todos un resplandor misterioso y desafiante. Inocente como un niño y peligroso como una serpiente. Sonreí.
–¿Adónde te diriges? –preguntó uno de ellos.
–Allí -señalé con la barbilla la vastedad que se abría ante mí.
Intentaron sonreír pero en lugar de ello permanecieron unos segundos observándome en silencio.
–¿Allí? ¿Que hay allí?
–Mi destino.
Rieron.
–Lo que te estamos preguntando es cuál es tu destino, chico.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo.
Doscientos años en el desierto dan tiempo a conocerlo bastante bien. Más que bien, diría. Uno puede aprender muchas cosas que nadie esperaría que pudieran saberse sobre el desierto y sus fronteras. Pero claro, poca gente pasa doscientos años en el desierto como para esperar lo que ignoran que existe. Porque más allá de la crudeza y la aridez, hay vida en el desierto. Aunque sean nómadas, de tres días y cuatro noches, o de doscientos años.
–En realidad no lo sé. Pero algo tiene que haber en esa dirección, ¿no?
–Por ahí se llega al mar –dijo uno.
–Sí, y no hay ninguna ciudad costera en esa dirección -añadió otro.
–Pareces avezado al desierto –repuso el que me preguntaba por mi destino–. Cuando llegues a la playa, eso cambiará si no tienes la suerte de cruzarte con alguien en tu camino. Quizá no sobrevivas al mar o a la orilla.
–Al fin y al cabo la orilla y el desierto se componen de arena. No creo que me cueste la vida aprender a leer las señales de la arena de la playa cuando sé leer las del desierto.
–¿Y si no encuentras el mar en esa dirección? ¿Y si encuentras una cordillera infranqueable? –insistió.
–El desierto no tiene habitantes. Las montañas sí. Ellos me enseñarán a cruzar la cordillera porque, si me permites que ponga en duda tus palabras, no hay cordillera infranqueable.
El destello de sus ojos relampagueó para apagarse. Suspiré.
–Ahora, con vuestro permiso, seguiré mi camino.
Y avancé bajo el ardoroso sol como estaba habituado a hacer. Los nómadas se alejaron siguiendo su dirección, y tras ellos una ventisca revoloteó silenciosamente.
«No seas cobarde», pensé.
–No seas cobarde –mascullé.
Por la noche, mientras el sueño venía a mí, recordé el sueño de la noche anterior.
–¿Cuándo llegarás?
–No lo sé.
No me preocupaba cuánto más tiempo había de pasar en el desierto, porque después de doscientos años sabía cuánto podía mediar desde mi posición hasta uno de sus confines y sabía que podía soportarlo. Me preocupaba cuánto tiempo fuera del desierto estaba perdiendo. Cada día era una pérdida.
–¿Cuánto tiempo más vas a perder? –pregunté.
Eso era lo que me preocupaba.
¿Por qué preocuparme tanto por ese tiempo?
–Te estamos preguntando cuál es tu destino, chico –había dicho el nómada de misteriosa mirada.
Para conseguir sobrevivir doscientos años en el desierto has de aprender muchísimas cosas, pero también puedes llegar a olvidar otras cosas elementales, como por ejemplo, que a pesar de todos estos años, sigo siendo un chico joven.
–¿Cuántos días más de juventud vas a perder?
–Un día ocupado en ocultarte es un día perdido. Un día con un rumbo certero no se pierde, ni en el desierto ni en ninguna otra parte, sea de juventud, de infancia, de madurez, o de vejez.
A la mañana siguiente, reemprendí mi camino. Aquel día ya no supe siquiera del diablo. No sopló el viento, ni las serpientes se aceraban a mí, ni se ocultó entre una compañía de nómadas.
Tampoco había vuelto a saber nada del Ave Milagrosa desde la última vez.
Cuando cayó la noche, en mi sueño el diablo me siguió y el Ave Milagrosa estaba posada en mi hombro.
–Te seguiremos sea cual sea tu destino –dijeron. Sigue leyendo...
sábado, 26 de septiembre de 2009
Narciso
- Hola. Me llamo Narciso y soy alcohólico.
- Hola, Narciso.
Narciso empezó a narrar su historia. Los asistentes se acomodaron en las sillas de plástico, dispuestos a hacer la digestión del rico almuerzo que habían compartido. Se suponía que tenía que ser del todo sincero, pues de eso se trataba, de desnudarse frente a sus iguales, asumir el problema y poder apoyarse los unos en los otros.
Aunque sabía cuál había sido el detonante de su problema, le costaba aceptarlo, no sabía por dónde empezar a contarlo. Dio algún rodeo en su más tierna infancia, se detuvo en la primera vez que vio el mar y finalmente, cuando no le quedaban excusas, empezó a contarlo.
Les explicó que su padre, Cefiso, era el cuidador del río. De pequeño le gustaba asomarse al agua para mirar los pececillos nadar en ella, pero su padre temía que se cayera al río, y siempre le contaba que había engullido personas que pasaban demasiado tiempo cerca de él.
Narciso solía temer lo que su padre le decía, pero no veía que el tranquilo riachuelo pudiera suponer un peligro. Siempre se acercaba a la orilla después de comer, cuando a su padre, en contra de su férrea voluntad de vigilante, le entraba el sueño y se quedaba transpuesto. Se tumbaba en la hierba y con el mentón apoyado en las manos, observaba durante esos minutos de paz el fondo del agua cristalina, las piedritas, los peces, el reflejo del sol.
Era una tarde especialmente calurosa cuando a Narciso le pasó algo extraño. Contemplaba, como siempre, el reflejo del sol en el agua, cuando de repente apareció un rostro de mujer en la superficie del agua. Narciso, sobresaltado, se dio la vuelta, pero detrás de sí no encontró a nadie.
Al volver a mirar al agua, ese rostro hermoso seguía reflejado en ella. Era entre una niña y una anciana, con el rostro tranquilo de la sabiduría y la frescura de una joven. Narciso no sabía de mujeres pero quedó embelesado.
Le habló, pero la enigmática mujer no respondía. Sólo repetía lo que él decía.
Narciso había oído hablar del eco, y resolvió llamarla así hasta que por fin le dijera su nombre.
Ansiaba ahora con más fuerza la hora del sueño de Cefiso para asomarse al río, y fingía que seguía contentándose con los pececillos, pero no se quedaba tranquilo hasta que aparecía de nuevo Eco.
Los asistentes a la reunión lo miraban con los ojos como platos. No podían creer que ese reflejo apareciera de la nada, y menos que fuera tan hermoso como él lo describía, pero lo escuchaban embelesados, esperando el desenlace que lo llevó a la bebida.
Y eso fue algo tan absurdo como la estupidez humana. Contaminación, calentamiento global, poco respeto por la naturaleza llevaron al río la desgracia. Se secó. Simplemente una tarde ya no se reflejaba nada en el río porque éste no existía. En su lugar, arena húmeda, fango, y una cola de pez naranja luchando por salir del lodo.
Desde ese día, busco su reflejo en el alcohol. Tengo la esperanza de ver a Eco algún día, en una pinta de cerveza, o en una copa de Brandy.
Sus compañeros intentan disimular el brillo de sus ojos. Alguno se pone nervioso, quizás le toque su turno, tener que desnudarse no le gusta a nadie. Pero Narciso se siente un poco mejor, aunque no puede evitar pensar que ya comieron, y se acerca la hora de la siesta, en la que suele ir a buscar a Eco por los bares de su barrio.
miércoles, 27 de mayo de 2009
27 de maig, fum fum
Feia voltes i voltes al llit, sense poder dormir. Dies enrere havia començat el neguit, no hi havia manera. Al final es va llevar i va asseure’s davant la taula. Mentre l’ordinador s’engegava va obrir un paquet de tabac i va buscar un encenedor. Li va costar, feia molt que no necessitava foc. Uns llumins de cuina van fer el fet.
Sabia que a l’endemà potser se’n penediria però de tota manera era millor fer alguna cosa que no voltar pel llit i gratar-se la pell que li picava rabiosa fins encetar-la.
A mesura que teclejava, s’anava calmant. Va aixecar-se de la cadira per preparar un tè i va sortir al balcó. L’aire nocturn era feixuc, i se sentia l’escàndol dels culés celebrant la tercera victòria consecutiva. Espurnes de colors decoraven la negror del cel, però no li venia de gust asseure’s a mirar-los.
La tetera va xiular i ella va entrar per apagar-la. A la ràdio, Jason Mraz deia coses molt boniques a algú mentre les busques del rellotge s’apropaven a les dues.
Va mirar-se al mirall; vestida amb una samarreta de tirants i un pantaló curtíssim es va veure bonica. El va mirar a ell, roncant, al llit. Aliè, com sempre, al que passava al seu voltant. L’entendria veure’l dormir. Llàstima que la major part del temps estigués despert.
Era davant la pantalla blanca i blava, la cigarreta es consumía al cendrer dels anys vuitanta i el tè es refredava. Se’l mirava. Les celles superpoblades, eren la Xina. Els seus ulls petits, tancats, sempre tremolaven lleument mentre dormía, les pupil.les mai paraven quietes.
No sabia com ni per què, però arribava aquest moment. Aquest instant en que es mirava la seva parella, i era igual si portaven anys, mesos o dies veient-se, però el fum era massa espès, el tè massa fred o la seva respiració massa forta, i veia més les arrugues del seu rostre, sentia l’olor a tancat de l’habitació i el neguit desapareixia perquè ja havia pres la decisió de deixar d’estimar-lo.
Va ser una llàstima que aquella nit no s’hagués quedat al llit. Potser hauria acabat adormint-se i encara s’estimarien. Encara anirien a comprar junts al mercat, a la platja els diumenges i de festa alguns dijous. Però va llevar-se, i va encendre’s una cigarreta, i va escriure.
Sempre començava igual. No és culpa meva, però tampoc és teva. Les coses són així, res és etern. Des del primer moment vaig dir-te que algun dia no podria seguir-te estimant. Ens ho hem passat bé. M’hauria agradat que fos d’una altra manera. Pots quedar-te el sofà. Les frases següents variaven, però sempre arribava al mateix punt: marxo, no puc seguir amb tu.
Els culés seguien cel.lebrant la victoria, encara que feia ja tres hores que havia acabat el partit. El cel, però, restava negre; els llançadors de coets i focs artificials havien passat a les cerveses i els cubates, les teles estaven apagades i començava el sexe, els petons, les declaracions d’amistat eterna i les sirenes d’ambulància.
Ets una mala puta.
Poc a poquet havia disseccionat el seu amor fins desfer-lo del tot, i només en quedaven fragments de petons, espines de peix, taques de sang que s’assecava a les parets del pis. Ningú havia buidat el cendrer, i l’ordinador emetia un gemec demanant que l’endolléssin. Però dels que havien estat un, només en restaven unes cames blanques, un pantaló curtíssim, granets que ja ningú gratava, i la tassa al terra, al costat de la capsa de llumins, que s'havien escampat quan ella va aixecar-se bruscament en veure’l venir.
miércoles, 4 de febrero de 2009
¿estás ahí?
Irene ajusta la corbata a su marido y le da un beso en la mejilla. Huele, como siempre, a almizcle y vainilla, y viste un traje negro italiano. Mientras sale por la puerta, comprueba la batería del móvil y al entrar en el coche, enchufa el cargador. Al insertar la tarjeta en la ranura de contacto, se da cuenta de que se ha roto una uña. El impecable esmalte rojo está ahora cuarteado. Con un suspiro de resignación, mira el reloj. Llega veinte minutos tarde, no vendrá de cinco más. Busca una lija en el bolso, pero no la encuentra. Aprovecha para repasar los labios con el carmín intenso y se atusa el pelo teñido de rubio. Tampoco los llevo tan mal, los cuarenta, piensa. Abre la guantera a ver si dejó ahí el neceser de viaje, siempre lleva un kit de manicura de emergencia. Rebusca entre los mapas y las gafas de sol, el monedero de viaje y los protectores solares, y al fondo, detrás de una caja de toallitas húmedas que jamás han usado, encuentra un pequeño neceser verde. Ni me acordaba que cuando me cambié de coche lo había puesto aquí... lo abre sin muchas esperanzas, en aquella época ni siquiera se pintaba las uñas. Y efectivamente, dentro no hay más que un par de pulseras de semillas, flores secas y un muñeco de plástico. Algo se mueve entre las flores, ¡qué asco, un bicho! Y deja caer el neceser abierto en el asiento del copiloto. Una hormiga se encarama por el respaldo mientras el pitufo de plástico la observa con la mirada perdida. El pitufo pirata, con pata de palo y un loro en el hombro. ¡Mira, Ire, si nos indica el camino al paraíso! Javier pone el pitufo reluciente en el salpicadero de la Wolkswagen, sí que parece que les señale con su dedo estirado la dirección que deben tomar. Hace calor y son ocho en la furgoneta, pero la noche es joven y tienen vacaciones. Irene pega un mordisco a la naranja y escupe el trozo de piel a la carretera. Se recuesta en su asiento y reposa su cabeza en el pecho de Javier mientras los de atrás se ríen a carcajada limpia, quien sabe por qué. Las guitarras están amontonadas en la parte trasera, con los sacos de dormir y algunas mantas. Varias conversaciones se pierden entre las risas, Joan Baez les canta desde la radio y bajan todas las ventanillas para sentir la fuerza del viento en sus rostros. Javier mira fijamente cómo el jugo corre por la mejilla de Irene, le acerca su boca y lo sorbe haciendo ruido. Ella lo empuja riéndose y le pasa la naranja. El móvil vibra en el suelo, desenchufa el cargador y contesta. – Cariño, ¿recojo yo a Cynthia en la hípica hoy? Cierra la guantera y sacude el asiento del Audi. Sin saber muy bien por qué, guarda el muñeco en el bolso. Comprueba en el retrovisor si hay nuevas arrugas alrededor de sus ojos, mientras recuerda cómo terminó esa excursión a la playa, todos en comisaría por posesión de marihuana. Y conduciendo de noche, se horroriza, poniendo por fin en marcha el flamante coche. Mientras se dirige a la clínica, piensa en que quizás debería comprar chocolate o alguna revista, pero desiste, es ya demasiado tarde incluso siendo ella. Conduce demasiado deprisa, se gana más de un golpe de claxon. Cuando llega, el aparcamiento está lleno. Cada vez esto está más lleno, hay que ver, se dice mientras aparca en una plaza reservada para los médicos, sin importarle que alguien la tenga asignada. Sus tacones resuenan por los pasillos vacíos, blancos y asépticos. De repente se detiene frente a una puerta con una pequeña ventana. Se asoma y se queda mirando un buen rato. Dentro, Javier está sentado en la cama, con los ojos demasiado abiertos, observando un manojo de pelos que acaba de arrancar de su cabeza. Sus rizos negros y densos de antaño son ahora cabellos lacios y descoloridos en un cráneo medio desnudo. Coge un pelo, lo olisquea y se lo mete en la boca, masticando lentamente, mientras entona una suave melodía. Irene suspira, mira su reloj. Llegará tarde a la limpieza de cutis, pero no puede marcharse sin saludarlo. No es tanto por Javier sino por su conciencia, que si no lo hace la va a torturar hasta el siguiente mes, así que se arma de valor y da unos golpecitos en la madera, que resuenan en el silencio del pasillo. ¿Irene? ¿estás ahí? Siguen llamando a la puerta, insistentemente. Ella intenta abrir los ojos, pero parece que le hayan enganchado los párpados con cola. Intenta moverse pero no lo consigue, un olor dulzón invade su nariz y se incorpora de repente para aliviar sus náuseas. La cabeza le da vueltas, un dolor terrible sacude todos sus nervios, y tiene la boca agrietada por la sed. Sus amigos les avisaron, pero cuando se quedaron sin agua siguieron con las pastillas. Pues sí que dieron sed, joder. Tantea el suelo buscando una botella de algo, todo está muy oscuro. Su mano topa con un cuerpo blando y frío, pega un grito. Un ruido ensordecedor, mucha luz y una sirena de fondo. Irene sacude la cabeza, secando un proyecto de lágrima antes de que le estropee el maquillaje. Qué imbéciles, piensa, por reírnos de todo, pensando que jamás nos iba a ocurrir nada malo. Ahora se daba cuenta de que los de Di no a las drogas no eran unos cobardes a quienes daba miedo experimentar, como solían decir cuando se pegaban sus fiestas. Algo más había, estaba claro. Así nos quedamos, piensa, cuando vuelve a mirar por el cristal y se encuentra con la cara de Javier muy cerca, al otro lado de la ventanita. Tiene los ojos henchidos y la nariz más grande, media cabeza casi sin pelo y la piel amarillenta. Una sonrisa boba inunda su cara, mientras con un hilillo de voz dice “Ire..”. ¡Mira, mamá, mira! Cynthia pega saltitos alrededor de Irene, que no le da dos besos porque viene del centro de estética. La niña rubia ondea un folio en que figura la fecha del próximo espectáculo ecuestre. Cynthia, cielo, ahora me lo cuentas, mientras cenamos. Le da un beso a su marido y se dirige al dormitorio, donde vacía el bolso, lo cuelga en su sitio, y tras quitarse el pantalón y la camisa, se envuelve en su batín de seda morado. ¿Cariño?¿Estás ahí? El hombre entra y la observa con evidente admiración. La abraza fuerte y hunde su nariz en el pelo rubio para sentir mejor su perfume. Antes de salir por la puerta el marido se queda mirando fijamente la mesita de noche. ¿De dónde salió ese pitufo de goma?
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Negocios
Negocios, pocos: duermevela de lágrimas bobaliconas. Me satisface mi costumbre a ir a la piscina; funciona, al menos para mí. Una mañana sin afeitarme, pase. Pero, sin nadar, no.
Crees que te deseo, pero no es así. Recuerdas, mientras hablas por teléfono, pero sabes estar ocupada para tenerme ocupado en ti. Por suerte te sacudes el azúcar, quieres que te mire, te miro, pensando en ella, o en los negocios, pensando a toda prisa, en algo qué decir... Sé lo que estás pensando; te putea que me meta con tu seriedad, sé lo que estás pensando cuando te pones el metal de la cuchara en la boca porque sé que sabes que lo sé y aun así -precisamente por eso-, lo haces. Esa espalada cuyo mapa podría pintar con los ojos cerrados, desnuda, al otro lado de la cama. Otro día más, me encontraré con ella en este mismo bar.
Esa espalda cuyo mapa podría pintar con los ojos cerrados. La acariciaría furtivamente, pero estoy tan entumecido por el sopor que no alcanzo a mover la mano. Me ha pasado otras veces, nos ha pasado otras veces. Lástima, esta noche podría haber sido especial. Nervios... sí. Los negocios, en fin.
Beso furtivo en el café, manos en la cintura, labios que... no, no los deseo, no, no los deseo, la deseo a ella. Fue un desliz, literalmente, el que acercó mis labios a los tuyos. Levanto la mano y le acaricio la espalda, pero duerme. Desearía levantarme, lavarme la cara: mirarme al espejo, y horrorizarme con mis ojeras, con mi barba de tres días. Recordar quién soy más allá de su espalda. Pero no puedo moverme; las piernas tampoco me funcionan esta noche. Un completo inútil de cintura para abajo.La luz roja dibuja unas siniestras 3:24. Otra duermevela no, por favor. Mi imaginación escapa hacia esa madera veteada: 2º B. Tu rostro difuminado por rastros de sueño, y un escalofrío me recorre entero erizándome el vello: de los pies a la cintura. Sigue leyendo...
miércoles, 28 de enero de 2009
secuestro.
Habla deprisa, sus cejas se alzan y caen repetidamente, parpadea rápido, cierra los ojos unos instantes y suspira, da una calada de café y un sorbo a su cigarro, volviendo a la carga, ora gesticulando, ora escondiendo la cara tras la palma de sus manos. Desabrocha su chaqueta, la vuelve a cerrar, juguetea con la cremallera. Se disculpa, me pregunta, ¿Qué tal tú?
No estés tan seria, mujer, y anularon un pedido en el último momento y me quedé sin dinero para pagar al otro proveedor.. pero sonríe un poco, niña, y ahora parece que yo soy el malo porque no quiero poner más pasta de mi bolsillo...
Detiene la mirada en mi media sonrisa. Yo no hablo. Le miro, se pone nervioso porque sabe que sé que se pondrá nervioso. Con un poco de imaginación y bastante mala leche podría encontrarse el parecido con un oso panda, debido a sus tremendas ojeras. Su mirada brilla, rojiza. Es el cloro de la piscina, miente.
Mientras de su boca salen sonidos que no llegan a procesarse en mi cerebro, me acuerdo de su mano en mi vientre desnudo hace mil noches. Su caricia furtiva antes de caer inevitablemente dormido.
Su barba de tres días me dejaría la piel irritada, pienso, podría volver cuando salga de trabajar y fingir que me lo encuentro de casualidad. Y eso, ya está, lo suficientemente breve para no agobiarte pero con el detalle necesario para que entiendas lo estresado que voy. Su parloteo se detiene, me mira. Yo callo. De nuevo sus nervios, deja entrever los dientes lisos y suaves, me acuerdo de su lengua, de sus brazos, de su pecho...
Suena el teléfono, y yo finjo que tengo algo que hacer. Perdona, era un cliente. ¿Qué te decía...? y suena su otro teléfono. Hago como que me interesan los cuadros que decoran las paredes, hago como que no me importa tenerlo al otro lado de la inmensa mesa, hago como que estoy tranquila y esto es una situación normal. Lleva la misma camiseta que tuve que esconder bajo mi cama, intuyo ese olor.
Traen otro café, devora otro cigarro. Creo un mapamundi con la borra de mi cortado mientras él sigue hablando. Pienso las ganas que tengo de besarle y en que cada día come aquí con su mujer. Me levanto para tratar de que caiga en la tentación, con la excusa de más azúcar. Relamo la cucharita mirando esas manos medio indecisas entre el paquete de tabaco y mi cuerpo alejado. Pienso en el pendiente que tiene en cierto lugar prohibido. En esa noche golpeándonos contra la puerta de latón del garaje. En el sabor agrio del alcohol al entrechocar las dentaduras.
Me tengo que ir... siento abandonarte siempre, pero tengo que seguir trabajando. Ya nos veremos, vale? Paga los dos cafés. Conversa un poco con el camarero y yo espero el momento de los besos. Mejilla, su barba raspa, por suerte no siento ese perfume que hace siglos me drogó. Me abraza demasiado poco, le beso demasiado húmedo. Sus labios se detienen un microsegundo junto a los míos, instante que aprovecho para coser su beso a mi beso, arrancarle las piernas con mis manos y hacer un nudo ciego con sus brazos alrededor de mi cintura.
Siguen llorando sus ojos y su cuerpo imantado al mío, aunque su otra parte ya se aleja calle arriba hacia la oficina.
Tengo a tu mitad de rehén, llama esta noche a mi puerta o no volverás a verte.
domingo, 18 de enero de 2009
El Erudito
Fingidamente importunado, descargando mi ira contra mi procrastinación sobre una simple cojera mobiliaria, cojo en un arrebato histriónicamente exagerado el primer papel que hay en la pila de borradores y me dispongo a doblarlo varias veces. Reparo en que es algo que escribí hace tiempo y no desperdicio la oportunidad de posponer el trabajo ante una excusa tan propicia como repasar un viejo texto. El título reza: "El erudito", y bajo él leo lo siguiente:
La primera vez que oyó hablar de él, el erudito lo tomó en seguida por un simple impostor. “No tendrá más recursos que decir cosas como: mira al cerezo cuando llora”, decía. Se sintió apenado cuando supo que su hermano, descarriado por el juego y la bebida, había acudido a visitar al Pequeño Sabio, para recibir de él consejo y medicina para los males de su alma. El erudito había tratado antaño de ayudarle con toda la envergadura de sus conocimientos, pero nada había funcionado. Poco después recibió una carta, rebosante de alegría, de su hermano: el famoso maestro lo había rescatado de la perdición. “¿Qué clase de milagros es capaz de realizar ese niño”, preguntaba el erudito en su réplica, “que una sola visita bastó para recuperarte?”. “No hace milagros....” explicó el hermano, “que yo sepa. Tan sólo me hizo una pregunta…”.
Largamente meditó el erudito sobre la pregunta que debió hacerle el Pequeño Sabio a su hermano. No quiso saberla, porque él, como erudito que era, había de ser capaz de averiguarla por sí mismo. Entre estas cavilaciones, supo que el Pequeño Sabio visitaría su ciudad. Esperó pacientemente y en ayuno, entregado en sus plegarias, durante tres días y tres noches, mientras otros ciudadanos formulaban sus peticiones al Pequeño Sabio, llegando al cuarto día su turno.
“Bendito seas, pequeño maestro”, dijo el erudito, ante el asentimiento del chiquillo. “Ha llegado a mis oídos el poder de tu sabiduría, con tanta claridad, que no puedo menos que tomarlo por cierto. He meditado durante toda mi vida acerca de las enseñanzas de Buda, y he leído a todos los grandes sabios. Pero considerando la magnitud de tu sabiduría a tu corta edad, temo reconocer que no he hallado el verdadero camino hacia ella. ¿Cuál es, Pequeño Sabio, el camino hacia la sabiduría?” El Pequeño Sabio guardó silencio, observando al erudito. “Muchos pueden señalarte ese camino, pero sólo tú puedes recorrerlo”. “Eso lo comprendo, maestro”, respondió el erudito. El niño sonrió. “Dirígete a la tienda de Singh. Él no sólo puede mostrarte el camino, sino que también puede venderte una guía hacia ese camino.”
Un rato después, el vendedor de espejos encontró al erudito mirando el letrero de su negocio, extrañado y desorientado. “¿Te manda el Pequeño Sabio, verdad?” Preguntó, sonriente, el comerciante. “Sí”, contestó con estupor el erudito. “No te inquietes”, dijo el vendedor. “Yo soy Singh”.
Qué tontería", pienso. Doblo el papel y lo coloco bajo la pata de la mesa. Sigue leyendo...
lunes, 12 de enero de 2009
desierto de loza.
Me marea verte acariciar las teclas de tu ordenador rosa, me imagino siendo la L y la S y sobre todo la A... Siento tus huellas dactilares golpeándome veloz, rozando las protuberancias en la F y la J cuando dudas antes de proseguir la frase.
Si tú me teclearas yo calentaría tus manos heladas, sin que tuvieras que pedir otro café.
Se nota que no te gusta. Cuando te detienes, lees lo que has escrito, lo guardas y miras a tu alrededor, sé que vas a pedir un café. El camarero te lo trae y tú lo utilizas sólo para calentarte las manos; sujetas la taza con ambas manos y aprietas la loza fuerte, para que el calor penetre más rápido en tu piel. Das pequeños sorbos para que no se note, pero yo veo el entrecejo contraerse cada vez que te manchas los labios con la espuma.
No podría darte tanta información como él, pero si tú me teclearas yo te contaría todo lo que sé, todo lo que he vivido y todo lo que quiero hacer. Hasta te contaría lo que sueño y lo que sueñas y lo que podríamos soñar.
No, no hagas eso. No puedo soportar cuando levantas la pierna y apoyando el talón en la silla, tu falda se escurre traviesa hacia tus nalgas, y se detiene justo ahí, justo para que yo me desmaye, justo para que nadie lo vea.
Cierras bien la cremallera de tus botas de piel y estiras las medias, apretando el lazo justo debajo de la rodilla.
Si tu quisieras teclearme, yo te besaría las medias, los lazos, la falda traviesa.
Te dejaría escribir en mi espalda, tatuarme versos en la planta de los pies o tejer historias con mi cabello, siempre que quisieras. Téjeme, tatúame. Tecléame hasta que todo mi cuerpo sea un moretón de cosquillas y deseo.
Ya reposan tres tazas en la mesita, todas casi llenas, todas frías. Te frotas una mano con la otra, las pones entre tus piernas para calentarlas, miras el gran reloj de pared y decides que es la hora. Empiezas a recoger.
Me acerco más y más al cristal, el frío me cala en los huesos, en la nariz, en la tráquea. Se me mete muy adentro mientras veo que pagas los cafés que no te has tomado y el camarero te guiña los dos ojos.
El frío me apuñala la espalda cuando abro la ventana y me asomo al balcón para verte caminar, asesinando el asfalto con tus tacones, siempre con la mano sujetando el bolso donde guardas tus historias, tu vida. Pasas debajo de mí hacia la parada del bus. Las manos en tus bolsillos, no encuentras la tarjeta, yo espero que mires hacia arriba, tengo una T10 en la mano, para lanzártela por la ventana y salvarte para siempre, como cada lunes. Y justo a tiempo, te subirás al autobús con la J y la F inquietas en tu bolso, sin mirar a mi balcón, sin tomarte los cafés y sin darte cuenta de que el camarero del bar ya te echa de menos.
domingo, 11 de enero de 2009
Hoja blanca, amor
Fingidamente importunado, descargando mi ira contra mi procrastinación sobre una simple cojera mobiliaria, cojo en un arrebato histriónicamente exagerado el primer papel que hay en la pila de borradores y me dispongo a doblarlo varias veces. Reparo en que es algo que escribí hace tiempo y no desperdicio la oportunidad de posponer el trabajo ante una excusa tan propicia como repasar un viejo texto. El título reza: "Hoja blanca, amor", y bajo él leo lo siguiente:
Ya no te quiero, ya no te quiero... repítolo cual mantra, cual lección en pizarra, repítolo, repítolo, porque es cierto. Tú lo eras todo para mí. Éramos Mahoma y la montaña, éramos la montaña y Mahoma, éramos Isabel y Fernando. Yo te montaba a ti, o tú me montabas a mí, ¿qué más da? Yo llegaba, con lo que fuera, y tú me recibías, ¿qué más da?, tú llegabas, y yo te recibía, con lo que fuera. Irónica vida, ahora llego, y me recibes. ¿O eres tú quién ha venido? Qué más da. Ya no tengo nada para ti. ¿Tienes algo para mí? Sí, ya lo sé: qué más da. Tienes razón, qué más da.
Al menos quisiera, como los avaros, guardar algo, como un tesoro, de lo que fuiste para mí (de lo que fui para ti), al menos quisiera que el recuerdo me reconfortara, pero mi vista es limitada y, ¿por qué será?, aunque me gire, sólo puedo ver lo que tengo delante, ah, irónica vida.
Es por eso que escribo estas líneas, por lo que fuiste, por lo que fuimos, ¿por lo que fui? También a ti te gustaban los juegos de palabras, ¿no es cierto? Ya no lo recuerdo, y aunque me dijeras que es cierto, ¿qué más da? Se me han agotado los versos, pero no la rima, irónica vida, irónica muerte. ¿Eo, estás ahí? No respondas, por favor: no respondas: qué más da.
Sí, te escribo estas líneas por lo que fuimos, ¿por lo que seremos?, qué más da. Sé que antes fuiste algo, fuiste alguien, manantial de eterna vida, agua de la esperanza, ¿te has agotado? Yo sí... Vamos, repite conmigo: qué más da. Si al menos mi cuervo viviera, para graznar conmigo estas palabras: nunca más. Irónica vida, irónica muerte, irónica y... puta, qué mal suena, pero, venga, ahora sí, repite conmigo, en voz alta, dilo, grítalo, canta:
Qué más da.
Nihilista, ¿yo? No. O espera, mejor, ¿qué más da? Hay versos entre líneas, y te los escribiría, pero...
Siempre hay entre líneas. Pero no es eso la vida; la vida sin ti, es la vida, siempre lo fue, salvo ese lapso, que yo, denomino: mi vida. Largo o corto, ¿qué más da?
No te buscaba, estaba, ¿y tú, por qué me buscabas? Siempre estuve aquí. ¿No? Ahora lo estoy. Y tú también. Ah, irónica vida, pero...
Sabor, estás en todo, estás el vaso, estás en mis labios, estás en mis dedos, estás en mi cuerpo, estás fuera de él, en mi memoria, en mis sentidos -¿tengo que enumerarlos? Te diré uno: gusto-, y ahora no queda nada, no, no quedamos ni tu ni yo, sólo queda de nosotros, lo que escribo ahora, y como puedes deducir, no lo hago ni por mí ni por ti, porque ya no somos, entonces, ¿por qué lo hago? Estribillo... pero no me puedo callar.
Seguiremos adelante, ¿no? Pregunta ociosa, de acuerdo. Pero no retórica. Si me quedara algo de retórica, ¿me acogerías? No, no respondas, ya sé la respuesta: es una pregunta, pero la mía, ésta, no era retórica, tampoco: ya te dije: no me queda. Se me acabaron los personajes, no somos ni tú ni yo, y él, sólo importó para ti, como vosotros, y como ellos. Se me acabaron las historias, porque sólo hubo una, pero no los juegos de palabras. Se me acabaron las emociones, sólo fue la que ya no es. ¿Me enseñarás a narrar en presente? En futuro tampoco funciona. De acuerdo, lo intentaré yo solo, al fin y al cabo...
Escribo... ¡escribo! Te relleno, ¿me lo dijiste, alguna vez? "Me gusta que me llenes" Tal vez fue un producto de mi imaginación. ¿Hay algo que no lo sea? Qué más da. Te lo repito, por si se te olvida, otra vez: qué más da.
Blanca, eras blanca, deberías llevar este nombre: Blanca, y no ése otro, horrible, nunca me gustó, tú lo aceptas, porque es tuyo, pero no, deshazte él, ya te lo dije otras veces: tal vez así tengamos algún presente. No te he nombrado, pero, ¿es necesario? ¿De verdad? Ya sabes la respuesta, es una pregunta.
Blanca, eras blanca, veteada de negro: y de rojo; en los mejores momentos, de rojo también. También de mi rojo, cuando éramos uno. Blanco, negro, y rojo. Los colores más pasionales, ¿no es así? A medianoche, nos encontramos. Ah, ya: qué más da. Ya ves, se me acabaron los versos, se me acabó la retórica, y los personajes, pero no la rima. Ah, irónica vida. La vida rima, la vida silba, la silva rima, la risa gira, hacia dónde: hacia adelante, donde siempre miran en aquel lugar. Los juegos de palabras tampoco se me acabaron: creo que habértelo dicho, y demostrado. ¿No lo recuerdas? Nunca estuvimos en aquel lugar: yo sí, pero tú no. Qué curioso, hubo vida además de ti. Pero, ¿me sirve? Grazna, cuervo, en mi imaginación, esas tres sílabas.
Alicante. ¡Ah! ¿Qué sí has estado? Está bien, pues otras tres: qué más da.
No te engrías, ¿no ves, qué palabra más fea? Yo ya no lo hago. No nos engriamos. Feísima. Sí, ya sé, hubo otros antes que yo, y los seguirá habiendo. También hubo otras antes que tú, y... ¿las seguirá habiendo? La respuesta es siempre la misma, una pregunta.
Lo acepto: es retórica. Lo acepto: si no fuéramos nosotros, esto no existiría. Lo acepto, pero...
Y no insistas más, te diré tu nombre, pero, ¿qué más da?
Es un nombre compuesto, de dos palabras.
Ya sabes, blanca, veteada de negro...
¡Confieso! Hay otra y os escribo a las dos, porque sois la misma, porque ambas valéis igual, porque ambas habéis muerto.
Pero me importa demasiado, ¿no te das cuenta, cuánto da? ¡¿No os dais cuenta?! Bah: qué más da... En realidad, no me importáis ninguna de las dos, por eso, os dejo, y me voy con mi música a otra parte... ¿Da, o no da? ¡Dadá!
Arte, desvelarte, arrullarte, arroparte, embelesarte, vetearte, ¡vete...! ¡No! ¡Ven! Empalagarte, embadurnarte, ¡besarte!, acaramelararte, susurrarte, cansarte, extasiarte, trabajarte, ganarte, pararte, matarte, abandonarte, curarte, recuperarte, amarte, terminarte.
Voy a ponerte un nombre, aquí arriba, en negrita, y lo demás... Una vez más, hasta el final, venga va, vamos allá, tres sílabas, o si lo prefieres, tres versos, tres besos, a la tercera va la vencida:
Qué
Más
Da
Eras una chica de piel blanca, de cabellos negros, de labios rojos. Eras un pedazo de... papel, pero yo te veteaba, ¿de negro? Tal vez, pero sobretodo de rojo, porque sólo se escribe con sangre, pero...
"Qué tontería", pienso. Doblo el papel y lo coloco bajo la pata de la mesa.
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miércoles, 7 de enero de 2009
camisas blancas, corbatas negras.
No sabíamos adónde íbamos. Tampoco de dónde veníamos. Todo era banal, éramos la trivialidad máxima, ni tan sólo nuestras dudas existenciales gozaban de esa autenticidad que se suele asociar a los pensamientos más íntimos de uno.
Vestíamos chalecos verdes, camisas blancas, corbatas negras. Nuestros pantalones tenían siempre la raya marcada y los cordones de nuestros zapatos estaban algo deshilachados, viejos, pero sin llegar a ser mediocres.
Escuchábamos la música que la emisora nos dictaba, y nos comprábamos el coche que nuestro vecino tenía, aunque para ello tuviéramos que empeñar nuestra casa, nuestra vida, nuestras esposas, nuestros brazos.
No teníamos grandes aspiraciones, ni un pasado heroico. No habíamos batido ningún récord, nunca habíamos salido en televisión y nuestro nombre no se encontraba en las librerías, ni siquiera en la sección de prensa amarilla del kiosco.
De vez en cuando creíamos que podíamos hacer algo en la vida. Nos arremangábamos y salíamos a la calle con paso decidido, silbando y mirando con compasión y condescendencia a nuestros iguales. Hoy será diferente, hoy voy a cambiar.
Nuestro futuro era tan prometedor… pero llegábamos al trabajo, nos encerrábamos en un cubículo gris de dos por dos y nuestra decisión decaía minuto a minuto, fax a fax, sello a sello. Era la hora del almuerzo y salíamos todos al paso, alcanzábamos el trote para cruzar el semáforo en ámbar y terminábamos en un establecimiento de comida rápida, estacionados en mesas de plástico para una persona, desempaquetando una hamburguesa mientras leíamos la prensa para sentir que no éramos los únicos tristes del mundo.
Al llegar a casa, el correo banal, la televisión absurda de la que todos despotricábamos pero todos tragábamos, la cena con los hijos, a veces con hastío, a veces con cierta curiosidad, un metesaca para sentir que al menos teníamos vida sexual y pastillita para dormir y olvidarse de todo hasta el día siguiente.
Los perros ladraban igual en la calle, y la gente del autobús tenía la misma cara de hastío por la mañana. Así que pese a que lo intentábamos, la lucha estaba perdida antes de disputarla.
Este cuento debería terminar con un final feliz. Con un “y entonces llegaste tú, llenaste las calles de primavera y los corazones de amor, encendiste el fuego en los hogares y surtiste de víveres las cocinas, de música las calles…”. Podría ser.
Podría haber un día que llegaras tú, llenases las calles de flores y amores y todo el mundo se regocijase con los suyos, destilando alegría y gozando el canto de los pájaros, pero tarde o temprano, tendrían que ir a trabajar, a su cubículo estático, recto, monótono, y el gris mordisquearía trocito a trocito cada pétalo de las flores que habrías traído, y a eso de las cinco de la tarde, cuando se acercara la hora de salir, sentiríamos la misma punzada de hambre post-super cheeseburguer, y miraríamos el reloj y serían las cinco y cinco, y pensaríamos en llegar a casa, tomar algo para el dolor de cabeza y tumbarnos en el sofá a descansar del largo día.
Y al llegar, apagaríamos la lumbre del salón porque haría calor, diríamos a los niños que hasta que terminasen los deberes no podrían salir de la habitación y dejaríamos el metesaca para mañana, que parece que me resfrié.
Aunque nos levantásemos y la calle fuera un parterre de margaritas, el cubículo gris podría con ellas.